La marquesa de Pezay y la marquesa de Rouge con sus hijos Alexis y Adrie, obra de Marie-Louise-Élisabeth Vigée-Lebrun, fue realizada en el año 1787 y con unas dimensiones de 155,9 x 123,4 cm. Actualmente se encuentra en National Gallery of Art, de Washington DC _ Estados Unidos,
Pintora francesa. Su padre, Louis, pintor retratista, miembro y profesor de la Academia de San Lucas, murió cuando Louise contaba doce años. Élisabeth Vigée Le Brun pronto manifestó su vocación pictórica y miró hacia los grandes maestros, sobre todo Rubens, Rembrandt, Van Dyck… A los 15 años mantenía a su madre y a su hermano, y los retratos a personalidades de la alta sociedad no tardaron en abrirle el camino hacia Versalles.
Por eso, cuando la madre le arregló la boda con un marchante de arte, Jean-Baptiste Le Brun, la artista albergó dudas: “Tenía 20 años y vivía sin preocupación por mi futuro. Ganaba mucho dinero y no sentía ningún deseo de casarme. Pero mi madre, que creía que el señor Le Brun era muy rico, me insistió en que no rechazara esta unión tan provechosa. Por fin consentí en casarme, deseosa sobre todo de escapar de la horrible vida con mi padrastro.
Por eso, cuando la madre le arregló la boda con un marchante de arte, Jean-Baptiste Le Brun, la artista albergó dudas: “Tenía 20 años y vivía sin preocupación por mi futuro. Ganaba mucho dinero y no sentía ningún deseo de casarme. Pero mi madre, que creía que el señor Le Brun era muy rico, me insistió en que no rechazara esta unión tan provechosa. Por fin consentí en casarme, deseosa sobre todo de escapar de la horrible vida con mi padrastro.
Más de 600 retratos convirtieron a una joven francesa de familia de artistas en una de las retratistas más importantes de su tiempo y de toda la historia del arte. Marie-Louise-Élisabeth Vigée-Lebrun inmortalizó a los principales miembros de la realeza y la nobleza europea. Las cortes francesa, inglesa y rusa, entre otras, se rindieron al talento de una gran artista que supo poner sobre el lienzo los rostros de los más destacados personajes de su época.
En todo caso, tan pequeño era el entusiasmo por renunciar a mi libertad que camino de la iglesia no paré de decirme a mí misma: ‘¿Diré sí? ¿Diré no?’. Una pena. Dije sí y mis viejos problemas se transformaron en otros nuevos”, escribiría.
El marido, un jugador empedernido, acabó por llenarle el estudio de alumnas –clases suplementarias para pagar sus deudas–. A diferencia de su enemiga y coetánea Adélaïde Labille-Guiard, Vigée Le Brun nunca se retrató pintando al lado de sus alumnas. Ella no fue nunca una maestra. Ninguna fue bien considerada por la artista salvo Marie-Guillemine Benoist. Otras trataron de dejar muy clara la tutela de Vigée Le Brun, como Marie-Victoire Lemoine, cuyo autorretrato en el estudio con la maestra es un valioso testimonio de esa relación.
La pintora Marie-Louise-Élisabeth Vigée Le Brun, nacida en París en 1755 y tantas veces autorretratada y retratada, salía deprisa camino de Italia debido a su muy notoria proximidad con la familia real francesa. Empezaba de este modo un largo exilio: primero en Italia, luego en Viena y una estancia de seis años en San Petersburgo y Moscú –donde también fue muy próxima a los círculos zaristas–, para regresar a Francia en tiempos de Napoleón I, después de que varias personas intercedieran para facilitar su regreso a la patria, limpia al fin de toda sospecha antirrevolucionaria.
Sin embargo, pese a la cálida acogida, no permanecería mucho tiempo en París, tal vez porque su mundo había cambiado por completo. De allí marcharía hacia Londres, donde el propio príncipe de Gales posó para ella, como tantos otros hombres y mujeres de la alta sociedad, protagonistas esenciales de la historia. Y luego hacia Suiza, donde pintaría el retrato de Madame de Staël que se conserva en el Museo de Ginebra, una de las representaciones más conocidas de la pensadora del XVIII.
Pero Élisabeth Vigée Le Brun era mucho más que la retratista de éxito que, como cuenta en sus Memorias–un testimonio de primera mano para conocer su vida–, no se limitaba a copiar a los modelos siguiendo la moda de la época, sino que trataba de mirar hacia dentro, de retratar también el interior.
Es en este tipo de detalles donde se ve el papel privilegiado de historiadora en primera persona de la decidida Vigée Le Brun, quien sostenía la economía familiar con su producción artística. De hecho, no solo retrató a muchas personalidades de su tiempo, sino que tuvo ocasión de vivir y ver los grandes cambios en la historia de Europa.
En él se subraya la recién inventada infancia, una de las adquisiciones culturales del XVIII, seguramente siguiendo la moda de lo que Carol Duncan llama “las madres felices”, esas mujeres que pintores como Greuze representaban con sus hijos, atributos de las nuevas diosas, en un momento en el cual en Francia las mujeres empezaban a luchar por sus derechos y, sobre todo, a controlar la natalidad en unos matrimonios de conveniencia.
La princesa María Cristina Teresa de Borbón, en el Museo del Prado |
Pero sean cuales sean esos pecados que jamás se perdonan a las mujeres triunfadoras, lo cierto es que los cuadros de Vigée Le Brun siguen resplandeciendo con luz propia, la que corresponde a una mujer libre que vivió una época de salones y tímidas liberaciones femeninas; la época de la invención de la infancia y la juventud –lo muestra el modo en que retrata a su pequeña–. Y sigue resplandeciendo esa mujer fuerte que recuerda cómo un caballero adivinó su futuro en una fiesta: “Me dijo que viviría una vida larga y que me convertiría en una viejecita encantadora, porque no era coqueta. Ahora que he vivido muchos años me pregunto si me he convertido en una viejecita encantadora. Lo dudo”.
Bibliografía: https://elpais.com/elpais/2015/10/08/eps
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